KEVIN SERÁ ETERNO

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Se va como llegó. Sin alzar la voz. Timidez, sencillez e introversión: sus señas de identidad. Tan reservado, que conoció a su futura mujer gracias a un amigo que se atrevió a escribirle por Twitter en su nombre. Él no se atrevía. “No le gusto a nadie”, pensaba. Pocos creyeron que funcionaría. Menos aún, que saldría tan bien. Kevin De Bruyne ha jugado su último partido con el Manchester City. Diez años que lo convirtieron en la mayor leyenda del club.

Hubo un tiempo, allá por 2015, en que las dudas pesaban más que las certezas. Aquel chico que no había logrado triunfar en el Chelsea despertaba el escepticismo de muchos.Tal vez era demasiado bueno para la liga belga o la Bundesliga, pero no lo suficiente para la Premier. Puede que fuera demasiado buena persona para brillar en la élite. O simplemente, demasiado discreto para vivir constantemente bajo el foco del fútbol de primer nivel. Hoy, una década después, ya nadie duda. Kevin De Bruyne será eterno.

Los más jóvenes preguntarán si de verdad era tan bueno. Los más veteranos solo tendrán que señalar la estatua que pronto se levantará junto al estadio, como ha confirmado el propio Manchester City. Y si eso no basta, ahí estarán los números: Kevin De Bruyne es el jugador más exitoso en la historia del club. Ha conquistado 19 títulos -más que nadie-, incluidos seis campeonatos de Premier League y la ansiada Champions League.

Y aunque no figura entre los diez con más partidos disputados, lidera con claridad la tabla de asistencias: casi 200 pases de gol. Una locura. Una leyenda.

Nunca fue fácil para aquel muchacho que nació en Bélgica pero creció como un trotamundos. Su madre, británica y empresaria del petróleo, había nacido en Burundi -donde trabajaba su abuelo- y sus viajes constantes por negocios marcaron los primeros años de Kevin. Pasó mucho tiempo en Costa de Marfil, sin echar raíces, sin forjar amistades duraderas. Se refugió en el balón. Lo golpeaba tan fuerte que una vecina se quejó hasta prohibírselo… con su pierna buena. Kevin, obediente, aprendió a usar la otra. Así perfeccionó su zurda.

Solitario, serio, correcto. Casi como un robot. No encajaba del todo. Admiraba al Liverpool porque se veía reflejado en Michael Owen. Quería ser como él. Pero el camino sería otro.

A los 14 años fue a probar suerte a la academia del Genk. No lo tuvo fácil. “Su talento era obvio, pero no podía imponerse por su físico frágil”, recordaría Van Geneugden, director del programa juvenil del club, quien finalmente le dio el sí. Unos meses antes, Kevin había sido rechazado por el Gent.

Su casa estaba a dos horas del centro de entrenamiento, así que el primer año vivió en una residencia con otros chicos. Al siguiente, el club le asignó una familia de acogida para que estuviera más cómodo. Esa experiencia marcaría su vida. Fue el primer gran punto de inflexión. Kevin diría, con el tiempo, que hubo tres momentos clave que cambiaron su historia. Este fue el primero.

Apenas hablaban entre ellos. Kevin pasaba los días estudiando, cumpliendo con sus deberes para sacar buenas notas y entrenando en el club. Vivió un año con aquella familia de acogida, volvió a casa en verano y, cuando preparaba las maletas para regresar, encontró a su madre llorando.

—“Tus padres de acogida no quieren que vuelvas. Dicen que eres demasiado tímido, demasiado callado. No te quieren por cómo eres”.

Aquello fue un golpe demoledor. En el Genk, al enterarse, asumieron que Kevin era problemático. Decidieron no buscarle otra familia y lo alojaron en una residencia con otros jóvenes, aunque esta vez no eran futbolistas. “Eran chicos conflictivos, con problemas…”, recordaría más tarde.

—“Cuando supe que me rechazaban, salí a patear el balón durante horas. Me prometí que el fútbol me pondría donde merezco”.

Ese mismo viernes jugó con el filial del Genk. Entró en la segunda parte. Marcó cinco goles. Fue el inicio de su ascenso. Empezó a entrenar con el primer equipo pese a tener solo 16 años (debutaría a los 17) y, en cuestión de meses, ya era una de las grandes promesas del fútbol belga.

Entonces, sus antiguos padres de acogida reaparecieron. Dijeron que todo había sido un malentendido y pidieron que volviera con ellos los fines de semana.

—“Me tratasteis como basura. Y ahora que todo va bien, queréis volver”.

Kevin ya no era aquel chico tímido y frágil. Había cambiado. Ya brillaba con la selección juvenil y los focos comenzaban a girar hacia él.

Lo demás es historia. Su fichaje por el Chelsea, su desencuentro con Mourinho. “Si se va Mata, pasarás de ser la sexta opción a la quinta”, le soltó el técnico. Fue su segundo clic. Entendió que debía jugar.

Se fue cedido al Werder Bremen. Estuvo a punto de firmar por el Atlético de Madrid en enero de 2014, pero aquel Atleti estaba volando y Kevin no quería repetir el error de llegar a un equipo sin sitio. Viajó a Madrid, sí, pero tras un par de días se decidió por el Wolfsburgo.

Y allí, su carrera explotó. Hasta que llegó el City. Hasta que se convirtió en leyenda.

Porque Kevin De Bruyne es la sencillez hecha futbolista. Dentro y fuera del campo. Aterrizó en 2015 para ser el socio ideal del Kun, en aquel City que aún dirigía Pellegrini. Poco después, con la llegada de Guardiola, empezó la verdadera historia. Pep tardó poco en enamorarse de su fútbol. Con él, Kevin adquirió plenos poderes: dejó de ser solo el maestro del último pase para convertirse en un todocampista total, capaz de bajar a la base de la jugada y convertirse en el motor absoluto del equipo.

“La llegada de Guardiola fue el tercer punto de inflexión de mi carrera”. Y es que, en un vestuario plagado de estrellas, De Bruyne fue el engranaje que hizo que todo funcionara. Cuando el partido se atascaba, él encontraba el camino. Cuando el rival cerraba todas las puertas, él abría una ventana. Y Guardiola construyó su imperio a su alrededor.

Mucho cambió en casi una década con Pep. Empezó con Joe Hart y lo apartó. Tuvo al Kun Agüero y luego reinventó el ataque sin él. Llegó sin Rodri y acabó haciéndole hueco como eje del equipo. La transición de Sané, Sterling, Silva, Otamendi, Zabaleta, Kolarov o Yaya Touré derivó en un nuevo ecosistema con Bernardo, Grealish, Foden, Stones o Rúben Dias. Pero siempre estaba De Bruyne.

Cuando Kevin estaba rojo, la señal era doble. Estaba agotado, sí, pero también disfrutando. Aquel chico que no podía sostener más de una hora al máximo ritmo acabó abrazando la presión tras pérdida -sello del City de Pep- y se convirtió en una pesadilla constante en todas las zonas del campo.

A Kevin De Bruyne no hay que explicarlo. Hay que verlo. Su técnica inigualable, su visión privilegiada, su capacidad para dibujar asistencias donde otros solo ven una maraña de piernas. Es, de hecho, el segundo máximo asistente de la historia de la Premier League, solo superado por Ryan Giggs… quien disputó más del doble de partidos y 14 temporadas más que el belga. Casi nada.

Y así, bajo los últimos rayos de sol que acarician el Etihad, Kevin De Bruyne se despide. No con estridencia. Con la calma de quien sabe que ha cumplido su destino. Como un poeta que guarda la pluma tras escribir su obra maestra, se marcha con la serenidad de los grandes. Deja atrás ecos de goles y asistencias, sí. Pero también deja algo más difícil de definir: belleza pura transformada en fútbol.

El césped aún llevará la huella de sus pasos. Las redes seguirán temblando con el recuerdo de sus disparos teledirigidos. Y las gradas, aunque pobladas por nuevas promesas, nunca olvidarán al arquitecto que convirtió el pase en arte y el juego en sinfonía.

Porque hay jugadores que pasan. Otros que ganan. Y unos pocos -los elegidos- que se convierten en leyenda.

Kevin De Bruyne no se va. Kevin De Bruyne permanece. Su estatua da fe.

✍️ Diego García Argota

💻 Juani Guillem

🗓️ (27/05/2025)

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Redacción Premier League

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